revestí las paredes de mis sueños buscando recrear la luz del sol que deformaba tu silueta,
la misma que secó el vinagre que volcamos junto a la almohada donde dormimos la primera siesta del verano.
dejé caer un manto de hojas sobre mis huesos,
el rebote del cobijo cambió la dirección del aire
desordenando las ausencias postizas.
recordé el abrazo que pudo haber sido.
el cuerpo, el tiempo como síntoma
el viento no sabe curar la piel irritada,
espanta a los bichos que buscan refugio
en los pulsos del dolor.
corona de sal,
arruga de acero, cizaña rupestre.
apenas una desgracia a cuentagotas
la erosión del cuidado
sellado al vacío.
siempre envidié la astucia del deseo de saberse inalcanzable,
sublimándose apenas poco más allá de la punta de los dedos.
a veces
pienso en irme
al tiempo donde estallaron los vidrios
y los nombres estaban vivos.
esfumarme a las apuradas,
en el corazón de las corridas,
llevándome puesto al inquilino de la muchedumbre
que baldea de neurosis la vereda cada mediodía,
cuando los grillos se manifiestan en la patinada de las zapatillas
que redireccionan el pique para confabular el engaño.
alejándome, todos los rostros son girasoles.
pienso en que me gustaría aprender a seguir los rastros que dejan los zorzales
para ver de cerca las grietas de la fauna de vidrio acobardada por la crecida del óxido.
el incesante canto de la baba,
el hambre se diluye en la presión de dos incisivos.
las marcas en los cuellos de plástico,
no puedo volver a ensamblar lo que ya está roto.
intento dar hospicio a los restos en mis encías, entre mis dientes
tiñéndolos de un rojo más fuerte, mientras empujo el dolor hacia mi garganta.
las gárgaras de sangre,
la energía hidroeléctrica que se acumula en el buche
y se libera de la represa llevándose puesto un bosque entero.
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