no sé hace cuanto,
en mi habitación
erigí una pared en la que tallé mi altura
cinco años, un metro once
seis años, un metro dieciséis
siete años, un metro veintitrés.
otra pared en la que dibujé todo lo que deseaba
y bajo el colchón de mi cama,
un sommier que nunca quise porque me costaba refugiarme bajo él,
bordé palabras que no entendía
y tallé en las patas aquello a lo que le tenía mas temor.
y era horrible.
habiéndome cortado con una gillette el rostro, tratando de emular a mi padre
dejándome cicatrices en las mejillas,
por donde mi lengua asomaba,
recuerdo yo, intuitivamente, haber corrido bajo la cama como si fuesen los brazos de mi madre.
en lo que yo pensé que fue mi primer despliegue de independencia,
lloraba por un miedo sofocado por la vergüenza de no saber
de leer las palabras mal bordadas, mal escritas
y no tener idea,
no tener idea de nada.
de sentirme estúpido, de sentirme tonto porque me veía a mi mismo con las manos llenas de sangre, las mejillas cortadas y mi lengua que perdía su calor húmedo por el aire que tajaba mis papilas gustativas de sequedad como arena.
y después voltearme
y leer en cada pata aquello que soñaba cada noche
que me hacía llorar
y que como pensaba ser independiente, no podía ir con mi madre para que me dijese que estaba todo bien, que solo fue un mal sueño
y lo peor es que lo sabía,
pero también
¿como podía dar por sentado que algo entre el borde de la cama y la pared, en ese espacio que dejaba para ver la oscuridad, no me iba a agarrar del brazo y acogotarme en un silencio en el que pensaba solo mis pupilas podían gritar hasta reventarse?
ocho años, 20 centímetros,
una temporada bajo el galpón de las sábanas
aquellos hilos que picaban e irritaban mi piel
que jamás se recuperó.
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hoy veo mis muñecas
minadas de pocillos en el que vierto el té mas agrio,
y pienso que mi altura ya me da lo mismo
y todo aquello que quise alguna vez
se derrumbó
para enfrentarme cara a cara con un cielo que jamás deja de llover.
por detrás de mi casa
hay un río que se esconde entre los yuyos que me quemaron los brazos,
los guantes comidos por las polillas
y el agua turbia, con costillas quebradas de ramas caídas
hinchadas, podridas
acariciándome los tobillos, raspándome.
las gotas caen sobre las cuencas de los ojos podridos de un ganado famélico, perdido
que va donde el río le dice.
corro para anunciar lo inevitable,
mis piernas pesan, hay lagunas negras en mi piel de porcelana rota.
el umbral de mi puerta tiene mi reflejo prohibido,
frente mío hay una campana rota para ensordecer a los perros,
pero ya el río se los tragó a todos.
mi voz queda sola entre tanto eco,
siento hervir la cerámica de ausencia.
hay una puerta de chapa que no cierra, adentro, un foco con el filamento partido.
pero claro, yo no sabía eso.
por lo que entonces, hay una puerta de chapa que no cierra.
mis manos se apoyaban sobre el marco del metal pintarrajeado de verde,
mi hombro se empujaba contra la piel, la que empujaba contra la puerta
mi dedo índice miraba hacia dentro de curioso.
castigo ilustrado.
yo lloraba, con una costra de óxido alrededor de lo que me faltaba de dedo.
mi hombro seguía empujándose, mi piel seguía haciendo presión
yo lloraba más fuerte para que se dieran cuenta.
mi padre sacrificó sus uñas para abrir la puerta que por fin había cerrado para buscar lo que yo mismo me había arrebatado.
entre tanta humedad mi piel ya se había arrugado,
hacían 45º ahí dentro
por la noche caían pequeñas lluvias que bendecían a las ratas refugiadas que se escondían entre mis juguetes viejos.
mi padre se encerró para pelear por lo que era mío,
yo creí jamás volverlo a ver,
pero no me importaba
corrí hacia un piletón en mi cocina para verter mi sangre, mientras mi madre me gritaba agarrándome de los brazos, tratando de arrastrarme hacia el auto, diciéndome que todo iba a estar bien.
pero yo no quería.
me encerré en el baño mientras mi sangre se iba por las delimitaciones de las baldosas hacia una rendija que llevaba por debajo de mi casa.
mi padre vio llover mi sangre y yo nunca me di cuenta.
mi madre golpeaba la puerta.
yo revisé todo el botiquien esperando encontrar un dedo de repuesto, o algo que me diera alivio, porque ya sentía que el óxido estaba cicatrizando, creando un dedal que terminaría en infección,
pero claro, yo no sabía eso.
no mucho más recuerdo de entonces:
-un blister de medicamentos que tiré por el inodoro.
-una huida de urgencia a la guardia,
-el astigmatismo provocado por la intermitencia de las luces de hospital
-las puertas del quirófano que abrían pacientes con sus abdómenes desnudos,
-su sangre no compatible
-llanto
-linchamientos a médicos
-gente de recepción que jamás atendía los teléfonos
-ambulancias con sus neumáticos robados
-una antitetánica
y a mi madre preguntando que como me pasó
que donde estaba mi padre
y yo, que no sabía, que me dolía y que no sabía si iba a volverlo a ver, pero que no me importaba.
nadie dijo mas nada,
ni al llegar a casa,
ni al cenar
ni al dormir.
nadie supo que ese día dormí bajo la cama de nuevo, nadie se dio cuenta que aún tenía las mejillas cortadas.
nadie supo que de noche comenzó a llover
y que jamás paró.
mis pies descalzos, llenos de barro, sienten la cerámica helada.
mi voz no tiene respuesta ni de si misma.
todas mis paredes las ha derribado la corriente,
mis padres, ausentes
y yo, ahora, tocando las cicatrices de mis mejillas, viendo como mi lengua cae muerta
pienso que hay aquellos que dicen saberse de su pasado, pero dicen afianzarse al presente ante todo
¿quieren saber lo que yo sé?
de mi pasado
nada.
¿quieren saber a que me afianzo?
de mi presente
a nada.
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no hay mucha diferencia en tallar todos tus anhelos de inocencia en tu primer hogar, a flotar como ganado muerto entre escombros, arrastrado por la corriente de un rio turbulento producto de un cielo que jamás dejó de llover.
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