de lo etéreo del alma,
crece la quietud;
ella, furtiva ante lo superfluo,
de la desesperación humana,
es recluida,
en la lejanía del ser;
mientras que en su proximidad,
su sangre, en un suplicio cuasi-perpetuo,
hervirá,
junto a su piel,
cuya tersura, limará sus huesos;
y ante aquel pavor,
se enseñará la sangre caliente como tributo;
acordando un pacto,
de la servidumbre terrenal,
ante aquel, o aquello,
que siembre temor,
en piel, hueso y sangre;
luego de las reiteraciones;
la constancia y la misma desesperación,
terminarán por olvidar los huesos,
bajo tierra;
el ser, ido;
solo la conocerá,
cuando su desarrollo sepa culminar,
en tiempo,
en eternidad;
cuando la vida sepa abdicar su trono,
ante los consecuentes,
de la decrepitud;
coincidirán;
como siempre lo han hecho,
así, mutaremos en almas,
y parte aquella calma nos llevaremos;
rondaremos alrededor de nuestro sepelio,
atisbando nuestros huesos,
y los árboles,
que nuestra carne,
que ya no es nada, fertilizaron;
apreciaremos,
el lamento de las voces,
ante el bramido de la tempestad,
y la sangre de los vivos,
ahogando nuestro descanso;
sabiendo que pronto,
de ellos serán los árboles,
que ofusquen nuestro recuerdo,
y alimenten,
a la naciente quietud;
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