acarició las ruinas,
de un cimiento devastado,
reordenándolas;
del flamante hogar,
había de surgir el nido,
donde la vida de los cofrades,
se habría de gestar;
poco a poco,
el vientre se llenó del calor,
de la vida latente,
y la luz dio a luz,
a cientos de pequeños lumbres,
que retozaban como jolgorios,
por aquel hogar, conmovido por la vida nueva;
los pequeños fulgores crecían rápido;
sus chispas, detonaban en sus tantos vaivenes,
que sobresaltaban, cada tanto,
a la edificación que los contenía,
y de alguna forma,
los apreciaba;
su fulgor se acrecentó,
las primeras llamas tantearon la superficie,
del suelo de aquella estructura,
la humedad cubrió sus paredes como sudor;
el calor,
cada vez se mostraba mas insoportable;
el tiempo como aire,
las avivaba cada vez más,
nutriendolas de la fuerza natural del fuego mismo;
pronto,
aquellos pequeños cofrades se unieron;
su cofradía,
el incendio;
quemaron hasta el sollozo mas silencioso del hogar,
que los vio crecer,
eran la única luz en la oscuridad de la lejanía,
el hogar lloró dolor,
mientras se pulverizaba su manifestación física;
el incendio,
fue apaciguándose;
el viento, expectante,
avivó las llamas débiles,
que finalizaron el siniestro;
ambos ardieron aquella noche,
luego, no quedó nada;
solo cenizas,
que fueron acariciadas,
por la arbitraria seducción del viento,
que quiso reordenarlas,
pero nada pudo hacer,
y solo se limitó a soplarlas,
más allá;
el hogar cesó su ciclo,
el incendio, buscó otro cimiento,
para quemar,
aún no hay luz en la lejanía,
tal vez se esté gestando,
en otro,
hogar
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